Relatos de Esparto

Wednesday, February 21, 2007

LOS TORDOS



Rascándome las costras que el tiempo ha dejado en mi frente. quiero recordar momentos, los más felices, que me gané, siempre, a costa de correazos.
La Granja era un paraíso. Huerta, riego, flores que nunca faltaban en la iglesia y, sobre todo, un paseo bordeado por frutales de diversa índole que colmaban nuestros más deseables y apetitosas meriendas. Pero no éramos nosotros solos los comensales.
Una plaga de tordos, cada tarde, casi al anochecer, aparcaba en los perales y manzanos, "poniéndose las botas", algo que no me parecía mal, ya que había fruta para todos. Lo que no podía ser es que, al igual que a mí me obligaban a comer una pieza entera de fruta, los tordos se dedicaran a picotear todas, dejándolas inservibles, haciéndoles, encima, la cama a la multitud de gusanos que, como corte, siempre les acompañaban.
Intentábamos espantarlos. Hasta incluso les pusimos muñecos, hechos con carcasas de calabazas vaciadas, pero ni por esas; encima se cagaban encima de ellas.
Desesperados, la solución, así lo pensamos, nos la dió el hermano Román: espartos con liga.
Pero qué liga? A quién le íbamos a quitar una liga? Contando con la cantidad de frutales, aunque desecháramos las moreras, por lo menos, nos tendríamos que hacer con cuarenta o cincuenta ligas.
Aquella tarde hubo cónclave. A mí no me cuadraba. El Cojobolas, como era huérfano, no tenía donde robar una liga. Entre el Pirracas, Pepequín y yo, más de tres o cuatro ligas, aún desenparejándolas, no nos cuadraba el número. Pedir ligas a otros compañeros era un poco fuerte.
Había que probar. El esparto no era problerma, ya que el hermano "CHINO", el pastor, se tiraba todo el día tejiendo tomizas y siempre tenía un remanente. Total, con un mazo...
La liga, solo para probar, quedó Pepequín en traerla al día siguiente, aunque tuviera que desemparejarle un juego a su hermana; se le podría haber caído al tenderla, pensó.
Lo que no acababa de entender era qué morbo podría atraer a los tordos, hasta dejarse capturar, el ver un manojo de esparto rodeado con una liga...
Allí que la pusimos, además, era de colores, debajo del peral, donde más calor hacía.
La hacina de sarmientos bullía con nuestros murmullos. La liga, abrazando los espartos, resplandecía. El peral, lleno de tordos picando nuestras peras. Qué rabia!, no reparaban en nuestra liga!...
Aquello no podía ser. Era una burla para nuestro amor propio. Quedaba el recurso del tirachinas del Pirracas.
Y la liga, con su esparto, allí, como algo tonto, sin tordos ni muslo que sujetar.Cuando las cosas se hacen sin meditar, nunca suelen salir bien; eso lo sé ahora.
Lo cierto es que el tirachinas voló por el aire hasta caer en mis manos. La china voló más aprisa y cayó... en la frente de Pepequín.
Sangrando, lo llevamos a casa del hermano Corchetes que le aplicó un emplaste de sal con miel. No se quejaba, pero se veía que le dolía.
Los tordos no se iban a reir, aunque tuviésemos que robar las ligas de todas las mujeres del pueblo...
Greco

Sunday, February 18, 2007

EL "ESCRÓFALO"



-Me parece que tienes el esófago inflao!
-Pero qué me dice, Sr. Juan?
-Pues eso, que te veo peor de lado que de cara.
-Y, pero es que, sabe Vd.?, yo no tengo de eso que dice.
-Esófago.
-Pues eso, que yo no tengo de eso. Mire, el año pasado vendí el burro para comprar una "amotillo", pero esa máquina de la que me habla debe ser cosa de señoritos, que ya he visto en las eras que se tragaban los haces y salía todo trillado.
-Pero cómo te explicaría que tienes la tripa como hinchada?
-Ah, Sr. Juan, debe ser de las habas. Ayer estuvimos en "El Palancar", ayudándole a mi primo y nos pusimos "moraos", pero le puedo jurar que yo no tengo, cómo ha dicho?, "escrófalo" ninguno.
Aquello me marcó. Bien sabe Dios que nunca he presumido de lo que no he tenido.
-Tranquilo, Matías, que si ya no lo has hecho, ya no revientas nunca.
Camino del aprisco ,hablando conmigo mismo, considerando lo mucho que valían las sabias palabras del sr. Juan, por mucho que me tocaba, nunca conseguí encontrar el "escrófalo" ese, pero me dejó la cosa en un sinvivir que me producía picores por todo el cuerpo.
Cómo es posible que se me infle algo en el cuerpo y que no lo note? Hasta Lino, el mastín, me debió notar preocupado, ya que, en vez de guardar el ganado, no se apartaba de mí. Debo estar cerca de la muerte por inflamiento.
-Feliciana, tú crees que tengo algo inflado especialmente?
-Calla y duérmete. Concretamente esta noche, no has cumplido ni con la hinchazón acostumbrada.
Aquella noche fué terrible y el amanecer no llegaba. Cada vez me dolía más no sé dónde ni por qué, pero el Sr. Juan se me aparecía a cada momento.
-Que tienes el esófago "inflao"!
Y qué van a hacer mis ovejas sin mí? Y la Feliciana durmiendo tan tranquila...!
-Don Ramón, Don Ramón, soy el Matías!
-Pero, hombre de Dios, qué horas son éstas?
-Es que, sabe Vd.?, me ha dicho el Sr. Juan que tengo el "escrófalo" inflao y que me puedo morir.
-Que tienes qué?
-Pues eso, el "escrófalo" y me ha señalado tal como por aquí.
Nunca vi una mirada tan inquisidora convertirse en asesina.
-Y para esta tontería me despiertas a las seis de la mañana?
-Entonces, no es verdad, D. Ramón?
-Es que no conoces al Sr. Juan?
Mi vuelta al aprisco fue una rumia de venganza. Este año, el Sr. Juan no consiguió curar jamones. Ya me encargué de agujerearle las alambreras para que pasara, sin problemas, la moscarda.
A él si que se le infló el "escrófalo"...!
Greco

Wednesday, February 14, 2007

TODOS LOS SANTOS

La verdad es que era un cuadro. Los cuatro, sentados en el banco primero, ante la siempre inquisidora mirada de D. Norberto. Día uno de noviembre, en este caso, día de los apaleados sin causa.
Yo, una raja en la frente. Juanillo, los dos ojos morados como berenjenas. Luisín, una costilla rota y Pedro..., ni se sabe porque, como tiene los pies planos, es el que menos corría.
D. Norberto, más implacable que nunca, quería hacer carnaza de cuatro angelitos. Lo cierto es que, ante sus pesquisas por saber la causa de nuestro lamentable aspecto, la respuesta fué unánime: todos nos habíamos caído, uno de la cama, otro de la fuente, otro..., en fin, encima nos castigó, por no decir la verdad, según él, a escribir cien veces "no mentirás jamás".
Todo empezó veinte dias antes. No sé por qué, pero en la noche del día uno de noviembre, había que dar "sustos", siempre vestidos de "pantasmas". El "uniforme" siempre era el mismo: una sábana con ojos y una calabaza hueca, debidamente horadada y con una vela dentro, amarrada a la cabeza con una tomiza.
Los pacientes del "susto" eran todos los años los mismos: la boticaria, el hermano Juan "el jorobao" y cinco o seis personas más, muy de iglesia que, cada vez menos, se creían se les aparecía "el pantasma" de sus ancestros.
Esa noche, fría y negra como boca de lobo, lo teníamos todo preparado. Los cuatro de la refriega, como era lógico, saltando por las ventanas, nos encontramos, a las once, en la chopa del Parador.
Encendidas las velas y empezando por la casa de la boticaria, fuimos dando los cada vez menos "sustos", hasta el punto de desmoralizarnos.
Pensando en dejarlo para años venideros, pasando por el Callejón del agua, totalmente a oscuras, con nuestras calabazas encendidas, pero con las velas al borde de la extinción, como comitiva macabra, al fondo, divisamos una silueta renqueante que no dudamos fuese de algún borrachín, recién salido de la taberna del Honorio, víctima propiciatoria de nuestra chanza, a quien le haríamos que sus alucinaciones alcohólicas le hicieran probar las del "más allá" de sus difuntos.
Esa silueta se agrandaba cada vez más. Nuestra cercanía no parecía amedrentarle. A mí, concretyamente, esa actitud me enfureció; no en vano, éramos como cadáveres ambulantes, casi frustrados, de vuelta a casa y con nuestra última oportunidad de "susto". Era una pieza fácil.
La táctica estaba clara: rodearlo, saltar, aullar y salir corriendo. Pero allí falló algo. Cuando nos acercamos y la silueta tomó forma humana, vimos que no venía renqueante ni borrachín. Era el hermano Eufrasio, el pastor, con su garrota, que volvía de dar su paséo nocturno.
Pero ya estábamos allí, rodeándolo, aullando como locos y saltando como endemoniados. Lo que pasó despues es algo inenarrable. Nunca había visto volar, con tanta soltura, un garrote.
Las calabazas volaron al primer envite, las velas..."ni pa qué". Pero lo peor quedaba por suceder.
Nunca pude suponer que el hermano Eufrasio, con todos los años a su espalda, tuviera tanta agilidad. Los garrotazos nos llovieron por doquier, al grito encolerizado de "os voy a dar una somanta...!"
Y vaya si nos la dio...!
Habíamos quedado en la chopa para celebrar nuestra aventura. Yo no aparecí y los demás tampoco. El resultado no pudo ser más nefasto: apaleados, castigados y pensativos por ver la injusticia con que la vida nos trató, total, por intentar dar unos sustos inocentes...
Greco

Tuesday, February 13, 2007

JUANA LA COJA



Muleta de pino, almohadillada de arpillera, siempre de negro, moño mugriento, tez de colorete de papel y labios eternamente rojos, no se sabe de qué teñidura, con sus sempiternas alpargatas de felpa, tanto en invierno como en verano, de esta guisa andaba por el pueblo la hermana Juana "La Coja".
Con chabola propia en su altozano, sin más escritura de propiedad que su presencia, en cada esquina, en su constante vagar diario, se jactaba de ser descendiente de los primeros pobladores del pueblo. Quizá por eso, pensando que todo el pueblo era suyo, lo de la notaría nunca pasó por su cabeza. Quién le pone puertas al campo!
Eso sí, llegada la cosecha, dócil como ninguna, en corro infernal de comadres, sin articular palabra, remendaba sacos y costales como ninguna y, siempre, con mirada burlona, hacía notar el desprecio que su dignidad de "coja rancia" experimentaba hacia sus congéneres que le acompañaban.
No era para menos. En el pueblo, a la hermana Juana, "La Coja" se le tenía una mezcla de miedo brujeril, respeto casposo y desprecio patriótico, ésto último debido a la propaganda bastarda vertida por el cura y demás fuerzas vivas.
Y es que la hermana Juana había cometido un crimen que, por aquel entonces, no tenía perdón. Se casó con "El Eustaquio", cabecilla comunista en un pueblo en el que no hubo revancha alguna en la guerra civil, que impidió crímenes y venganzas, pero que se permitió el lujo, durante unos días, de tomar el Ayuntamiento y proclamar una república inexistente y que, al cabo del tiempo, una vez "restablecido el orden", le llevó al "paseíllo" purificador. Ese era el purgatorio que tenía que pasar "La Coja", y, a fé que lo pasó!
En el pueblo, corría la voz de que "el Eustasio" bajaba, de vez en cuando, del monte para proveerse de comida y dar algún retozón, pero lo cierto es que nadie lo consiguió ver, apesar de que los somatenes, imbuídos de amor patriótico, lo esperaban al ponerse el sol, nunca cara al sol, como si de una pieza de caza se tratara.
La hermana Coja, mientras tanto, seguía remendando costales, malviviendo, pero paseando su muleta de palo por el pueblo.
Un mal día de trilla y solano, avanzada la mañana, el poyete de pleita que siempre ocupaba en la casa del amo, estaba vacío; los sacos y costales por los suelos y las agujas tomiceras hincadas en el vellón esperando inutilmente su presencia.
El Eustasio y La Coja, juntos, cogidos de la mano, yacían en el suelo de su chabola, atrozmente tiroteados, se supone que por fuerzas patrióticas que aquel día, triste día, debieron pensar haber salvado al pueblo de las hordas marxistas.
El pueblo decía que había sido gente de fuera...
La mala conciencia.
Greco

Thursday, February 08, 2007

LA MATANZA



No eran las seis de la mañana, cuando ya estábamos en el corral. No nos importaba el frío ni el escarchazo caído durante esa dura noche de diciembre.
El trajín de los mozos era algo insospechado para mi hermana Pilar y para mí.¨´Ibamos a presenciar, por primera vez, en directo, el rito de la "matazón".
Durante todo el año, se habían ido cebando, a base de patatas y salvado, aquellos cinco hermosos gorrinos que hoy iban a ver el fin de su placentera vida. Todo se preparaba con cuidadosa premura. La mesa, el esportillo con la herramienta a la que el matarife, el "Tío Santos", le daba los últimos toques. Nunca había visto cuchillos tan grandes y de formas tan raras. Grandes montones de aliagas, traídas el día anterior del monte, para chuscarrar los marranos, como si los depilasen despues de muertos, lebrillos para recoger la sangre, todo estaba preparado en el corral.
Dentro de la casa, ocho o diez mozas se afanaban, delante de la lumbre, picando montañas de cebollas, para hacer morcillas, decían y preparando unos palos muy largos para colgar los chorizos y las morcillas. Era una mañana diferente, en la que, por todas partes, olía a especias.
Cuando todo estuvo en orden, a la voz del matarife, cuatro fornidos mozos se introdujeron en la cochiquera de la primera víctima, a la que prácticamente arrastraron, no sin que el animal se resistiese gruñendo y lanzando navajazos a distro y siniestro, con sus espectaculares colmillos. De nada le sirvió; en unos instantes, estaba sobre la mesa. Fué entonces cuando el matarife hundió su cuchillo más largo en el cuello del berraco, como si pinchase en manteca, según me comentó Pilar, pues yo no pude verlo y me volví de espaldas; sólo oía unos tremendos gruñidos que, poco a poco, se fueron apagando hasta convertirse en estertores. Después, nada.
Fué entonces cuando me volví a girar y me encontré con el gorrino quieto y desbordando su gran voluminosidad por los laterales de la mesa, pero todavía seguía fluyendo la sangre de su cuello en el lebrillo donde una moza había echado sal y revolvía la sangre, de forma indolente, acostumbrada a hacerlo y como si no fuese la cosa con ella, apesar de estar enfangada de sangre hasta el codo.
Después de la brega con el bicho, los mozos se tomaban un descanso, fumando y comentando las incidencias, las arrobas que pesaría, el tocino que tendría y el peso de los jamones.
Ya arde la pira de aliagas que chisporrotéan como si estuvieran alegres. Allí va a parar el cerdo al que, despues de darle varias vueltas, lo rascaban con pedazos de teja y le sacaban jirones de piel negruzca. Y otra vez a la mesa, donde lo acaban de asear.
La curiosidad no nos deja sentir el frío que, sin duda, hace. Ahora es cuando el matarife va a dar una lección magistral con toda su serie de herramientas, cuchillos de todas clases y tamaños.
Comienza el despiece. Es como un arbol al que le van quitando ramas, pero con sumo cuidado para no destrozar ninguna. Tras abrir el cerdo en canal, comienza a separar los jamones, las paletillas, el forro de cabeza..., así hasta el rabo, pieza ésta codiciada que, junto con un buen somarro, termina en la brasa de las aliagas. Ese va a ser nuestro almuerzo. Ahora, nos queda por obtener el troféo más preciado: la vejiga.
Despues de dar cuenta del almuerzo, comenzaremos a sobarla con serrín, hasta dejarla limpia y poderla inflar. Nos servirá para nuestros juegos en la calle hasta que, inexorablemente, acabe hecha jirones, abandonada en cualquier arbusto.
Ya llega el día, arrecia el frío. En el ambiente, flota el olor a especias y a monte bajo. La matanza continúa. El día es largo.
Greco

Wednesday, February 07, 2007

LA PILUCA



Esperpéntica; de edad indefinida, supongo que desde los dieciocho años, más bién se la veía en ese pantano que tánto cubre pueblos como ermitas, entre los cuarenta, cincuenta o, quizá, sesenta.
Desdentada como una recién nacida, cubierta siempre con un sombrero que ella se jactaba de haber saqueado en una casa de bienpudientes en la que, hasta que "se restableció el orden", había asentado sus reales.
Casi siempre descalza, en plena proibición púdica en casa de pobres, La Piluca era la única puta pública consentida de la ciudad.
Pesebre de estudiantes, madereros y labriegos que aterrizaban, cada día, para cumplir sus obligaciones con la Administración.
Nunca le faltaban clientes a los que satisfacía, pensando en lo de "haz bien y no mires a quién", sin excederse en la cobranza, y eso que no tenía competencia.
Tenía ocho o diez hijos, sepa Dios de quién, que deambulaban por las calles, esperando que se hiciese la hora de volver a casa, cuando, al anochecer, su madre, derrengada y llena de moretones, cerraba su particular negocio en el que había comprado, no sé ya si carne o hueso, desde el magistrado al terronero.
Eso sí, era muy mirada. Con los estudiantes, tenía un trato especial, sabiendo de sus pocos haberes y, como en ciudad pequeña todo se oye, para que "no comentaran".
No sé a qué régimen sería afecta, supongo que al del himen, ese que no tiene ideología y, si la tiene, es la del hambre del hombre.
Lo cierto es que, tanto el comisario de policía, como clérigos bajos y canónigos , en cubiles más selectos, tambien la visitaban y, de vez en cuando, no precisamente por exceso de limpieza, se les veía rascarse a la altura de la bragueta.
Y es que era la única puta reconocida de la ciudad.
Me enteré, hace poco, que habías muerto, Piluca.
Me enteré de que, de tus hijos, ni rastro.
Me supo a grama el saber que ni canónigos a los que tántas veces alegraste el bonete, ni menestrales impotentes, ni alcaldes a los que, a veces, enderezaste la vara de mando que sólo florecía en la presidencia de la procesión de su pueblo, ninguno de ellos acudió a darte su adios, a "agradecerte los servicios prestados".
Ninguno de ellos, hipócritas, se atrevió a dedicar un "que Dios te guarde muchos años".
Eso sí, me reconforta que fueron multitud de estudiantes, a los que, tanto de ciencias, como de letras, qué más te daba, les alegraste el final de su carrera, o el inicio de sus picores púberes.
Piluca, desde la atalaya del recuerdo de la habitación a oscuras, a la caza del ratón, en pensión infame y mugrienta, en la que tú te movías como pez en el agua; desde el afecto, más o menos académico que siempre te persiguió, aunque no llegases a aprender a leer ni escribir; desde las clases de "gramática parda" que impartiste a multitud de estudiantes, masturbadores irredentos, quiero darte las gracias .
Sólo se me ocurre un epitafio para ese montón de tierra que te han puesto encima, con el solo fin de que te pudras: "Dió lo que tenía; no supo retener lo que podría no haber dado"
Adiós, Piluca.
Greco

Tuesday, February 06, 2007

EXCOMULGADOS



Despues de la aventura del Motejón, nuestra credibilidad había caído por los suelos. Media cosecha se había dejado perder, pero no por nuestra culpa, si no por el afán de hacerse rico el personal que casi arrasa el cerro a golpe de azada.
-Pero qué culpa teníamos nosotros?
-Pues sí, Satur, te fuiste de la lengua.
-Pero solo se lo dije a mi padre que me pedía cuentas de dónde pasábamos casi todo el día...
-Pues ya lo ves la que has armado. Parecemos apestados. Las chavalas ya no quieren saber nada de nosotros.
-Ya me he dado cuenta. Hasta el párroco parece odiarnos. No nos quiere ni ver.
-Pero cómo nos va a querer si lo hemos dejado todos estos días sin monaguillos? Al menos, podíamos haber dejado una guardia...
-Claro, y se quedaba sin tesoro, no?
-Que no te enteras. Cuando pase toda la movida y la Guardia Civil se tranquilice, volveremos a excavar más despacio y lo que saquemos, será para todos.
-Pues entonces me quedo yo de monaguillo todos los días y cavais vosotros, no te parece?
-Bueno, al menos, cuando encontremos la fábrica de duros, como no te vas a enterar hasta que la hayamos vaciado, tendrás la boca quieta y no armarás otra.
Hombre probo, hijo de bonete, con borla roja y roquete de puntillas bordado por Dª Puri, aquella mañana, el párroco no es que nos mirara, es que nos taladraba. Cualquiera pensaba en el incensario!
-A qué venis?
Nos sonó como un latigazo. Yo también me preguntaba lo mismo y la única respuesta que se me ocurría es que, a esa hora, no taníamos nada mejor que hacer, pero quién le contestaba eso?
-Es que, como dentro de dos semanas va a ser la Confirmación...
-Pero vosotros de qué os vais a confirmar, de gamberros?
Allí le pasé la palabra a Pepequín porque, si no, me la cargo.
-Sabe Vd.?, habíamos pensado...
-Anda, una noticia! Pero pensais?
-Sí, señor. Mire Vd., hemos faltado unos días a la catequesis, ya sabe, porque estábamos trabajando para la historia..., algo que nunca nos agradecerá el pueblo.
-Bueno, esto ya es el colmo!
-A lo mejor, nos hemos equivocado, pero lo cierto es que nosotros pensábamos que lo que hacíamos era algo único.
-Y tan único!
A partir de ahí, su mirada se ablandó. Me di cuenta de que teníamos dominada la situación. Bravo, Pepequín!
-Habíamos pensado, sabe Vd., para el día de la Confirmación, despues de la ceremonia en la Iglesia, organizar una merienda con todos los padres, incluído el Sr. Obispo.
-Niño, el Obispo no es padre!
-Ah, no? Pues él siempre nos llama hijos.
-Bueno, sigue, a ver qué desmán se os ocurre ahora.
-No, se trata de preparar una merienda. Cada madre trae una tortilla y un bizcocho, todo en el salón parroquial.
-Claro, siempre las madres. Y los padres? Seguro que, como siempre, se quedarán en el bar del Chirri, como si con ellos no fuera.
-Que no, que vendrán, ya lo verá Vd.
-Bueno, haced lo que querais, pero no quiero más sobresaltos.
-A trabajar, chavales! Tú, Pirracas, como tu letra se entiende, tienes que escribir.
El cura estaba asombrado. No se podía creer que los padres de todos los niños, bien trajeados, estuvieran en primera linea.
Todo resultó bien.
-"Si no vienes, te excomulgo", "Directo al infierno", "No te voy a hacer el certificado de buena conducta moral", "Ya te espero en el confesionario"...
De esa guisa se despachó el Pirracas, repartiendo sobres en las diferentes casas de los neófitos.
Hubo quien le pidió cuentas al cura en el confesionario, pero como era secreto de confesión...
Greco

Saturday, February 03, 2007

RIZO

La misma senda, una vez más, ribeteada de espliegos y tomillos amigos, donde las chicharras saludan incansables al viejo pastor.
Conoce sus piedras de una en una y pasa junto a ellas, casi sin pisarlas, con respeto, sabiendo que, cuando, por primera vez, conoció esa misma senda, ellas ya estaban allí, esperándole, como queriéndole contar miles de anécdotas de sus ancestros.
Cuántos recuerdos!
Arre, Rizo!
Rizo es el asno dócil y fiel que aguanta sus enjutas carnes desde hace... no sabe cuántos años; sólo recuerda que lo compró allá, para Todos los Santos de no se sabe cuándo, pero que, aunque cansino, le ayuda cada tarde a acarrear la leche de sus pocas cabras.
Y así, sin prisas, siempre cavilante, se acerca a la aldea. Ya huele a humo de paja y pan reciente.
En casa, un viejo alfar abandonado, poco o nada le espera y, para lo que hay que ver, para qué quiere luz? A fin de cuentas, la de la luna penetra por un ventanuco que, en invierno, tapa con retamas.
No limpia porque no está sucio;`para él, el barro que arrastran sus abarcas no es sucio, como tampoco es el pan que amasa con su sudor o el olor que despide Rizo cuando duerme junto a él, en la misma paja.
La suciedad no existe en el viejo alfar, como tampoco existe en la vieja taberna que, cada anochecer, como si de un rito se tratase, visita para aclarar su garganta y limpiarla del rojo polvo que por la reseca senda tiene asentados sus reales.
Después, cuando ya es noche cerrada, abrigado con su manta zamorana, por cabecera la albarda, se deja llevar por el sueño tranquilo que su buena concienca le proporciona, sin sobresaltos, y espera el mañana.
Ahora el cura madruga y se siente acompañado por el tañido de la campana que parece despedirlo.
Compró su suministro, poco porque casi nada necesita ya que el amigo campo también le provee sin pedirle cosa a cambio. Prepara el asno, carga las cántaras. Como puede, lo monta y sale, una vez más, a la misma senda, hacia la misma dehesa, al encuentro de sus cabras. Y también, una vez más, el vaivén de su vida pasa por las viejas piedras a las que casi reverencia, por los tomillos amigos, por los recuerdos de algo que hace tiempo fué.
Arre, Rizo!
Greco