Relatos de Esparto

Sunday, March 25, 2007

LA FIESTA


Humean todavía los barbechos, trayendo hacia el pueblo su típico olor familiar, casi de hogar.
Ya no pueden quedar nidos de codorniz entre los surcos y, supongo,los pocos lagartos que quedasen, ya estarán a salvo entre las piedras protectoras del majuelo. Los girasoles lucen en todo su esplendor, invitando al hurto de su todavía tierno fruto, compañero mil veces de tertulia bajo la vieja chopa que preside la plaza del pueblo.
Todas las conversaciones giran en torno a la cosecha, ya pasada, del cereal y la próxima de la uva. El tiempo, bajo su sombra, se hace eterno. Con buen criterio, el Sr. Alcalde había hecho rodear la chopa con un poyo, fiel compañero de cuitas, sueños y ronquidos de mayores, lugar de encuentro púdico de parejas, digo "púdico" porque las había que se iban a las eras, y trampolín de descalabros de pequeños.
Todos los años, por estas fechas, sin puntualidad de calendario, se encala el poyo y hasta un trozo de la chopa; es la señal inequívoca de que se aproximan las fiestas.
Cuando, renqueante, llega el Rápido, pomposo nombre para un autobús cansino, todos los chavales "salíamos" para ver quién llegaba de la capital, Cada día se repetía el ritual. Cuando se despejaba la nube de polvo que el Rápido arrastraba en pos de sí, los chavales, con las caras blancas y los ojos irritados, veíamos descender a las gentes que venían cargadas de cajas, maletas, y que, la mañana anterior, habían salido del pueblo también cargados, pero esta vez de pollos, huevos, chorizos..., era la ley del trueque.
Pero esta tarde era diferente. Los chavales y medio pueblo no esperábamos al "Rápido", si no al camión de los músicos. Es que, en mi pueblo, lo que se dice banda, no había; sólo tres o cuatro músicos que más que nada tocaban el acordeón los domingos en la tahona, baile oficial. Por eso, año tras año, se repetía el mismo espectáculo porque lo era la llegada del camión del "Tin" cargado de músicos, con uniforme y todo, del pueblo de "La Cañada", hoy a quince kilómetros y entonces, en la perspectiva de mis seis años, en el fin del mundo.
Ya se había efectuado el reparto entre los ricos y las fuerzas vivas que, por esas casualidades de la vida, eran los mismos. En mi casa, siempre tocaban dos. Es que el presupuesto del pueblo no daba para alojar en la posada a los diez o quince músicos que componían tan virtuosa agrupación, amén de que, en esos tres días que duraban las fiestas, la posada estaba repleta de quincalleros y feriantes de diferente condición. Así,los músicos se repartían, como buenamente se podía, entre las casas con más posibles.
Como decía, la llegada del camión de los músicos era un acontecimiento; traían la alegría y esa misma tarde debutaban recorriendo las tres calles del pueblo al son del pasodoble de rigor.
Lo que puede un uniforme! Las mozas se acicalaban como nunca y más de una hubo que, despues de las fiestas, se quedó con la partitura pero sin instrumento para tocarla.
A mí, siempre me llamaba la atención el del bombo. Qué no hubiera dado yo por poder aporrear, sin límite, tal aparato! También me gustaban, más que nada por lo resplandecientes, los platillos y el trombón.
Y, una vez más, llegó el camión del "Tin" cargado de músicos que fueron bajando a saltos y alineándose delante del alguacil, ya provisto de la lista de alojamiento.
Despues de todo, era repetir el ritual: pasacalles y, cuando pasaba la banda por la casa donde algún músico se tenía que alojar, allí se quedaba el interesado, por lo que, cada poco, el grupo iba menguando y, a la altura de la casa del boticario, se acababa la cuestión, ya que, para entonces, solo quedaba el director y algún concejal de La Cañada que ya iban directos a mi casa.
A todo esto, los chavales siempre íbamos acompañando al "cohetero", por delante de la comitiva.
El cohetero era el Antolín, un herrero del pueblo, tan bueno como burro, que se jactaba de tirar los cohetes por debajo de la entrepierna para mayor regocijo de la chavalería.
Con el tiempo, contado por él mismo, pude saber que iba forrado con un baleillo, de los que usan los moruecos. Claro, tenía que ser así, pues más de una explosión de "pedo gorrina", la llamábamos así porque eran flojas, de no haber ido protegido, le habría volado las "joyas de familia".
También, a falta de cabezudos, el bueno de Antolín manejaba, con singular destreza, una vegiga de gorrino, sobada convenientemente con salvado e infladaa tope, con la que golpeaba, entre salva y salva, a todo el chiquillerío; era más el ruido que las nueces, pues nunca hacía daño.
En esta especial procesión, para nosotros, lo importante era recuperar las varillas de los cohetes. Había que tener una habilidad especial para casi adivinar las intenciones del Antolín y saber hacia dónde iba a dirigir el cohete y si era de uno, dos o tres tiros y coger la varilla antes de que cayese al suelo, pues la competencia era terrible. De hecho, cuando queríamos decirle a alguno que era tonto, siempre utilizábamos la misma expresión: "tú, pocas varillas de cohete has cogido"...
Con todo este jaleo, la tarde se ha hecho noche. Tengo que correr a casa; seguro que la zapatilla de mi abuela no me andará lejos.
Pero esta noche es cuando sueltan al toro de carretillas. Jó, corre..., ya he perdido las tres varillas de cohete que llevaba; el Luisito se las habrá encontrado. Bueno, esta noche cogeré más.
Greco

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