Relatos de Esparto

Sunday, April 22, 2007

LAS ALPARGATAS

Las había de dos clases: de ricos y de pobres.
Tenían algo en común, la lona blanca que las conformaban, cuyo blancor duraba lo que un partidillo de futbol en la plazoleta de la escuela. después, el polvo rojizo que las impregnaba, unido al agua del pilón, hacía que tomaran un color amarillento que nos gustaba, que hacía que parecieran más recias.
Pero a lo que iba. Las alpargatas de "pobre" tenían el piso de esparto. Lo curioso es que el piso estaba perfectamente igualado y, en su parte interior, sobresalían las puntas de forma que te martirizaban como si de un cilicio se tratase. Las de "rico" tenían el piso de cáñamo, suave, con una puntera de cordoncillo que te atenuaba el dolor cuando le pegabas una patada al balón o a una piedra perdida.
Lo cierto es que, después de no mucho tiempo, de tánto frenar la rueda delantera de la bici, se terminaba formando un surco en la suela, tanto en las de rico, como en las de pobre, que las dejaba inservibles. Era el momento de acudir al "Raca".
Lo del "Raca" era el mote del zapatero remendón del pueblo que, en realidad, se llamaba Emeterio, pero que debía ser muy rácano, poco dado a dispendios y austero de costumbres.
Las malas lenguas comentaban que, como buen católico, entre lezna y cáñamo encerado, todos los días oía la misa por su vieja radio y, cuando le llegaba el sonido del pase de la bandeja, la apagaba para que no le quedara mala conciencia.
Pero había que acudir a él ya que era quien únicamente disponía de las pocas cubiertas de ruedas que, préviamente, compraba al boticario y, por veinte céntimos, nos ponía las suelas.
Era cuando, verdaderamente, comenzaba la vida de las alpargatas. Y mira que nos iba bien con este sistema!
Todo cambió cuando un buen o mal día, llegó al pueblo una máquina infernal que echaba humo por todos lados y escupía, justo en la plaza, un líquido viscoso, negro y que olía a algo raro. Dos forasteros, sujetando una "manga riega", teñían de negro total la plaza del Parador, nuestra plaza de siempre.
Aquello fué una revoloción. Los comentarios se dispararon en el pueblo. Quizá fuera para despiojar, ya que olía un poco a zotal. D. Carlos, el maestro, nos dijo que ese líquido asqueroso servía para "compactar" (nunca supimos qué era eso) el piso de la plaza. Lo cierto es que fué la hermana Juana la que nos convenció, la que nos dijo la verdad. Aquella mañana, camino del convento, no tuvo más remedio que pasar por ese mar ardiente.
Tampoco tuvo tiempo para retroceder; se quedó pegada y, a duras penas, pasado un tiempo de tirones, logró volver a sus lares con el piso de las alpargatas más duro que una piedra.
Idea maravillosa! Había que aprovechar los dos días que iba a estar esa máquina en el pueblo. Emeterio, "El Raca", ya no nos iba a estafar más.
Los forasteros comenzaban a trabajar a las ocho de la mañana y nosotros no entrábamos a la escuela hasta las nueve. La voz corrió como la pólvora. No sé de quién partió la idea, o quizá sí, pero no viene a cuento. Lo cierto es que, cuando aquel engendro empezó a escupir su negra sangre, no hubo alpargata escolar que no corriera, bailara y saltara antes los estupefactos ojos de aquellos dos buenos hombres a los que animábamos para que le dieran más potencia al chorro...
La hora del "caralsol" fué especial. Todos teníamos las plantas de los pies bien calientes. Las huellas, desde la plaza hasta la escuela, nos delataban. La entrada a la escuela... para qué decir.
La salida fué más rápida. D. Carlos no comprendió que estábamos mirando por nuestra ecanomía, sólo, egoísta él, se preocupó porque el piso había quedado un poco, digamos sucio...
Al final, tendríamos que seguir acudiendo al "Raca".
Greco