Relatos de Esparto

Wednesday, January 31, 2007

EL CERRO MOTEJON

-- Me lo ha dicho el hermano Ricardo!
-- Estaba él allí?
-- Pero cómo iba a estar cuando los moros?
-- Jó, es que cavar todo el cerro...
-- Que no, el Chuchi, de Santa María, con una vara, sabe dónde están los tesoros.
-- Entonces, si lo sabe, por qué no los busca él?
-- Porque la Guardia Civil no le deja. No ves que es del Generalísimo?
-- Pero qué dices? El Cerro Motejón es de mi padre.
-- Sí, pero..., si se encuentra algo...
-- Y por qué habría de encontarse algo allí?
-- Por lo visto, hace muchos años, aquí había moros, muchos moros, vamos, casi todos. Hicieron el pueblo y, como no había agua, excavaron la alberca. Debían vivir tan tranquilos cuando, un buen o mal día, llegaron, según cuenta mi padre, los nacionales...
-- Qué son los nacionales?
-- Yo qué sé, los nacionales! A lo que iba, llegaron y les dijeron que se marcharan por las buenas o por las malas. Como no debía ser mala gente, antes de armar guerra, se marcharon no sin antes enterrar la fábrica donde hacían los duros, digo yo, por si alguna vez volvían. La fábrica, según el hermano Ricardo, estaba en el cerro Motejón, así que ahí tiene que haber duros. Lo que me extraña es que, gustándole como le gustan los cuartos, mi padre no haya hecho nada por encontarlos.
-- A lo mejor, por miedo al Generalísimo...
-- Ah, pues tampoco es eso, porque nosotros no vamos a cavar al Pardo, digo yo.
-- Sí, pero el sargento de puesto siempre está vigilando.
Aquello no me terminaba de convencer. Ese cerro pelado ya lo sentía más mío que nunca. Sepa Diós qué tesoros guardaba. La de cosas que podríamos comprar y hacer con cavar un poco y, cada día, sacar unos duros.
-- Sí, pero hay que cavar.
-- Hombre, claro, pero un poco cada día para no levantar sospechas entre la gente y, a poder ser, por la mañana temprano y al anochecer.
-- Y qué vamos a hacer con tánto dinero?
-- Yo había pensado comprarle al hermano Román un ojo nuevo para que se pueda quitar el parche de pirata.
-- Bueno, lo mejor es que, desde mañana, nos pongamos a cavar. Despues, haremos una lista de las cosas más importantes que tenemos que arreglar en el pueblo. Ah!, y temprano, antes de que salgan los mozos al campo y, cada uno con su azadón, directos a lo alto del cerro para no llamar la atención de ninguna beata madrugadora.
El fervor con el que habíamos cogido nuestra misión no menguaba el cansancio que nos producía el levantar una vez y otra unas herramientas que pesaban más que nosotros, acentuado por un calor de justicia. La falta de experiencia hizo que ese primer día, precisamente el más dificil, el del desbroce, nos fallara la intendencia.
-- Mañana hay que traerse bocadillos y, sobre todo, agua.
Allí quedaron abandonados los azadones; quién los iba a robar? El trabajo peor estaba hecho. Mañana ya solo sería comenzar a cavar.
Cómo dormí esa noche!... Los sueños se me amontonaron. Veía al Pirracas con corbata, bañándose en duros que, supongo, serían de plata.
-- Jó, os dije que habia que venir temprano, pero no de noche.
-- Es que, así, nos comemos el bocadillo antes de empezar y luego no tenemos que parar...
-- Bueno, pues manos a la obra, pero con cuidado que yo he oído que estos trabajos hay que hacerlos con tiento, para no romper nada. De lo que saquemos, todo vale.
-- Ya verás qué cabreo se van a coger los moros cuando se enteren de que hemos encontrado su fábrica de duros...
-- Mejor, así ya ni vuelven, digo yo.
Pasaron ,los días y casi las noches. Se nos iba el verano y, cavando y desbrozando, allí no aparecía nada. El desánimo empezó a cundir entre la cuadrilla. Los azadones, cada vez pesaban más y hasta se empezó a oir alguna voz desertora. No podía pensar en un abandono cuando tenía la certeza de que estábamos cerca de nuestro tesoro. Había que hacer algo para impedir la estampida.
Aquella tarde, despues del toque de la novena, faltando a la cotidiana reunión bajo la chopa, desanduve el camino. Tuve que sacrificar mis ocho perragordas, de las del caballo, pero valía la pena. Bajo un palmo de tierra, en el centro de nuestra excavación, quedaron enterradas.
Cansinos por los muchos esfuerzos, aquella mañana me parecía que iba a ser la última. Yo los comprendía. Hasta el Cojobolas estaba a punto de fallarme. Y lo que era peor, dónde iba a quedar mi liderazgo?
-- Venga, chicos, a cavar. Creo que estamos cerca del tesoro.
Las caras no podían ser más expresivas; ya no me creían, ya no tenían fe en mí.
Cual ese Rodrigo de Triana del que tánto nos había hablado D. Carlos, fué el Satur quien dió la voz:
-- Mirad, hay perras!
Era tal la ilusión que se apoderó de todos que hasta el caballo de las perragordas nos parecía árabe. De nada sirvió mi advertencia para que la noticia no trascendiera. El Parador, por la tarde, era un hervidero en el que no se oía una voz más alta que otra.
La que se armó fue gorda. A la mañana siguiente, cuando llegamos al cerro, no había un palmo de tierra libre. Se había desatado la fiebre del oro. La Guardia Civil, a caballo, intentaba, sin éxito alguno, poner orden. Acabarían explanado el cerro...
Bueno, pensé, que nos hagan el trabajo. Seguro que el tesoro está más abajo. Ya volveremos...

Greco



Tuesday, January 30, 2007

ANTONIO EL SERRADOR



Nunca el cierzo había sido más cruel. Esa mañana, todo era gris, como el cieno. Las calles, más solitarias que nunca, sólo permitían el sonido de las cortinas de chapas, nunca más inútiles, sin moscas que espantar. Toda la noche me la pasé despierto, intentando retener el tiempo para que no amaneciese, total, para qué?
Allí estaba, solo, bajando la cuesta del aserradero, yendo a ninguna parte, porque ya, nunca más, volvería a oir el característico chirriar de las sierras y las poléas. Nunca más volvería a recoger el serrín para la escuela. Nunca más volvería a ver al hermano Antonio a quien la gente llamada "Marcao" por la enorme cicatriz que cruzaba su rostro, de lado a lado, fruto de un accidente, según decía, por un pedazo de sierra que le golpeó.
Fué ayer por la tarde. El tradicional toque de ánimas que, cada día, anunciaba el anochecer, frontera entre el bien y el mal, sonó de forma diferente. La campana tocaba a muerto.
En otra ocasión, el oir ese toque suponía que D. Anselmo, el cura, al día siguiente, repartiría con los monaguillos el flaco estipendio del Oficio de Difuntos, algo que siempre nos alegraba, porque, en algo, remendaba nuestros ya desbocados bolsillos. Pero hoy no tenía que haber amanecido, no. El hermano Antonio se había ido para siempre y, con él, marchó el mejor amigo de los chavales de la aldea. Nunca podría haber otro hermano Antonio.
Cuántas espadas, carros y demás aperos no saldrían de sus manos, siempre con el mismo destino, nosotros. Cómo alardeábamos con los tirachinas de tosca fábrica, pero que nos llevaban a sentirnos ufanos de los descalabramientos que producían en cabezas ajenas...
Hacía tiempo que el Sr. Antonio decía que no se sentía bien, pero nosotros lo achacábamos a su afán porque nos preocupásemos de él, pues vivía solo. Hubo un momento en que, cuando, al atardecer, íbamos a verlo, ya siempre estaba sentadoy, aún así, se fatigaba. Yo pensaba que, si los mineros se fatigaban porque habían tragado mucho carbón en su vida, no tenía nada de raro que le pasase lo mismo al hermano Antonio, de tanto tragar serrín y, cuando se lo decía, esbozaba una sonrisa que ya no era tal, si no una mueca con un rictus de tristeza.
Supongo que, como las velas, se fué apagando, día a día y nosotros no nos dábamos cuenta. Quizá, en su soledad, en esos días, como las velas, él tambien llorase lágrimas de cera que nadie pudo recoger..
Hacía tres días que nos había dicho D. Anselmo que no podíamos ir a ver al hermano Antonio porque se lo habían llevado a la capital, pero ayer, por la tarde, volvió a la aldea, a su serrería, para irse definitivamente.
No sé qué nos podrán dar por las cuatro perras gordas que nos dé D. Anselmo, pero algo pondremos en su tumba.
Qué largo se hace el tiempo esperando un entierro.... Mientras, el cierzo, más rebelde que nunca, quiere estar presente en la triste cita. Qué hoyo tan grande para tan pequeña caja! Ahí van nuestros tirachinas, hermano, es lo único que le podemos dejar como recuerdo.
Cuesta abajo, camino de la serrería, una, dos, tres, voy oyendo caer la tierra a paladas. Se me van acabando los charcos. Ya no oigo chirriar la sierra, sólo el sordo chapotear de mis alpargatas.
Greco

Sunday, January 28, 2007

EL HERMANO BOLERO


El hermano Bolero era un personaje atípico, Pequeño, contrahecho, de mirada turbia, con un brazo más largo que el otro y la cabeza gorda. Decían en el pueblo que era así por la guerra. Cosedor de albardas, con agujas de leña pasadoras de pleita, un buen día se cansó y, llevado por el "dorado", se marchó, como tantos otros, a Valencia, buscando mejor vida.
Allí la encontró, aunque, seguro, no pudo olvidar su apodo, Bolero. Y no es que bailara, no, es que no había nadie, en el pueblo ni en los contornos, que boleara como él. Era su forma de jubilar sus complejos. Siempre pensamos que su brazo izquierdo era más largo por eso, porque la bola de plomo en su mano, no había camino ni vereda que se le resistiera.
Era un campeón, pero, sin duda, seguro que fué esa la causa de que le creciera más ese brazo, ya que, si le explota una bomba en la guerra, seguro que lo habría matado del todo y no a pedazos, digo yo.
Pero yo iba a otra cosa. Como tantos emigrantes, el hermano Bolero, año tras año, volvía al pueblo en vacaciones. Había tirado la casucha de adobe, estigma de su juventud y se estaba construyendo una casa de verdad, decían que hasta con lavadora y todo, como las de los señoritos a los que tántas veces tuvo que aguantar.
Pero aquel verano fué diferente. El hermano Bolero vino con su hija Águeda que pronto pasaría a llamarse "Aguedilla", tanto por su tamaño, como por su edad, ocho años. La verdad es que, en el pueblo, no teníamos mucho para escoger, ya que las madres, no sé por qué, no dejaban a sus hijas que anduvieran con nuestra cuadrilla. Pero, precisamente por eso, estábamos todos libres, los formales, sin embargo, no.
Las que venían de fuera eran diferentes. Con sus minifaldas, escandalizaban a todo el pueblo menos a nosotros. No me lo explico, ya que era un soplo de aire fresco. Que se lo pregunten al
Luisillo.
Aquella tarde, según paró la Golondrina, siempre renqueante y dejando un reguero de polvo en El Parador, como siempre, expectantes y ya próximas las fiestas, nos dimos cuenta de que ese año nos íbamos a quedar a dos velas, como casi siempre. Bajaron cuatro mujerucas, cargadas con sus cestas llenas, producto del cambalache en la capital, pero nada de nada en lo que se refiere a veraneantes.
Solo nos quedaba la Aguedilla y Luisillo se nos había adelantado, precisamente porque lo creíamos el más lerdo. Es que no te puedes fiar ni de los mejores amigos. Llegado un momento, no se comparte nada. La tenía casi secuestrada. Se apartó de la cuadrilla y no hacía nada más que tontear con ella, delante de nuestras narices. Encima, a su madre, le caía bien, apesar de que no había pasado de la primera lección de la enciclopedia. Es lo que comentábamos: qué porvenir le esperaba a esa muchacha con el Luisillo?
Con todas sus calimas, pasaba el verano. Al Cojobolas se le metió una raspa de trigo en el ojo y, en nuestro afán por sacársela, casi le sacamos el ojo entero. Al final, tuvieron que llevarlo a la capital y volvió con el ojo tapado, con lo que ya era cojo y tuerto, convirtiéndose en nuestro ídolo.
Jugando las rebailotas, hechas con las bellotas del Tin, haciendo hora, una vez más, para la llegada de la Golondrina, blanco como un fantasma, apareció en el corro el Luisillo
Tiene un ojo vago!
Tóma ya!, y qué es eso?
Pues no lo sé, pero la Aguedilla me ha confesado que tiene un ojo vago.
Hombre, a mí me han dicho muchas veces que era un vago, le espetó el Pirracas, pero un vago entero, no solo de un ojo.
Qué raro, pensé. El hermano Bolero tiene un brazo más corto que el otro y la hija un ojo que no trabaja...
Tranquilo, Luisillo. Te vamos a ayudar. Les queda un mes para volverse a Valencia. Si confías en nosotros, aunque nos has tenido abandonados, verás como se nos ocurre algo para hacerle trabajar a ese ojo y que te quede la Aguedilla como nueva.
A ver qué vais a hacer, que me da miedo...
Tranquilo, Luisillo
Greco

LA ERMITA VIEJA


Eh!, buen hombre, creo que, junto a esta encina, hubo, en un tiempo, una ermita.
La fuente calla, el viento se enreda entre los zarzales que bordean el camino. Las cigarras ensayan su concierto monótono. Abrasa el ambiente. Los cuerpos reflejan con el sol del mediodía castellano.
El viejo entreabre sus ojos, cansados de ver, y deja asomar una sonrisa casi burlona.
Eran otros tiempos, dice y se sume en los sueños del recuerdo, casi con recogimiento.
Eran otros tiempos...!
Los pastores subíamos cada tarde, a la hora del ángelus. Aquí terminábamos el pan del día y apurábamos las botas de vino. Entre bromas y risas, refrescábamos nuestros pies en la fuente vieja.
Ermita, encina, fuente, todo está vivo en él. El tiempo ha parado su carrera. El recuerdo toma cuerpo.
Una vez al año, sabe usted, venía el Arcipreste. Era un día muy grande; cada uno traía su mejor bestia y su mejor moza, je je je,... Era el día de la bendición. Retozábamos y bailábamos hasta quedar rotos. El vino corría generoso en ese día, adobado con recias tajadas de queso añejo. Sí, sí, entonces yo también era jóven, sabe usted?...
El olor a tomillo y espliego acaba sofocando. Ahora su respiración se altera. Decían, ya en tonces, que el señor cura venía para espantar, con su bendición, a los espíritus malos. La verdad es que, en tantos años, yo nunca pude ver ninguno, pero sé que los había...
El escepticismo que aflora a mi rostro no hace mella en él.
Claro que los había; salían en las noches de luna llena y andaban vagando por los zarzales, descalzos, macerándose los pies, para purgar sus culpas. Yo no los he visto, señor, pero los he presentido en más de una ocasión. He notado inquieto mi rebaño y, al día siguiente, he visto huellas raras entre los espinos.
Nadie osaba, sin embargo, acercarse en las noches a la ermita y, hasta el santero se bajaba al pueblo. La campana enmudecía y sólamente quedaba el murmullo de la fuente.
En una noche de los santos, un hombre rico de estos contornos, cansado despues de una partida de caza, despreciando lo que la leyenda decía, decidió pasar la noche bajo esta encina. Nunca lo hubiese hecho!... Al día siguiente, lo encontraron muerto.
Las alimañas habían sacado sus ojos y sus miembros no existían. Digo yo, señor, si sería justicia de las ánimas. Lo cierto es que no tenía muy buena fama por estas aldeas y que aquí, aquí, acabó su vida.
El miedo cundió. Ya no nos reuníamos más a la hora del ángelus. Y nadie quiso saber de la fuente vieja; tenía hechizo, decían las gentes, no sin razón.
Cuando el santero, por exceso de años y de vino, murió, ya nadie quiso venir a reemplazarlo, apesar del pan y el vino del que el Concejo proveía. La gente jóven, usted lo sabe, no quiere gaitas de estas. Así, poco a poco, abandonada, cansada, un buen día, se derrumbó la ermita. Parecía que, con ella, desaparecían los temores, los malos espíritus.
Aquel día corrió la noticia de boca en boca, como un reguero de pólvora. Todos se esforzaban por estar contentos, pero ninguno lo estábamos realmente. Sabe usted, eran otros tiempos. Otros tiempos...!
Refresqué mis pies de caminante del mundo en la fuente vieja. Interiormente, agradecí en lo profundo de mi ser a aquel viejo, el que me hubiese hablado casi con veneración, de algo muy hondo en él. No quise turbar su sueño por más tiempo.
Adiós, encina, fuente, ermita. Adiós, buen hombre, adiós... .
Greco

Saturday, January 27, 2007

UN DIA


Jícara, chocolate negro, lumbre baja de sarmiento y paja. Plato de porcelana lleno de picatostes, trébede chispeante.
Hule de flores en mesa centenaria, cuelgas de chorizos y melones de invierno. Eso sí, mucho humo y olor a fritanga. Ahí estaba mi abuelo, sentado en su posete porque no cabía en silla alguna.
Nunca me despertaba, claro, pero era yo quien despertaba al más mínimo ruido y alucinaba con lo que podían hacer los mayores a tan tempranas horas. Es que no era de día y estaba helando...
- Tienes que ir a la escuela, nene.
- Ya lo sé, abuelo, pero, por un día..., puedo decir que estoy malo, no?
Al final, siempre me lo ganaba y, al rato, estábamos los dos montados en el macho romo, arropados por una manta morellana y que, a paso lento, casi pensativo, nos conducía a "Las Pilillas".
- Tápate bien, nene.
- Sí, abuelo.
El romo ya pisa tomillos. Se oyen esquilas de las ovejas, ansiosas de salir a ramonear el romero fresco, ligeras de ubre.
El "Capitán", de poco más de un metro y el "Chino" (por qué le llamarían así?), ya, como avezados pastores, mantenían el rebaño en las cercas hasta que mi abuelo llegara.
Ese amanecer era mágico. Qué suerte tenían los mayores que, además, eran ricos...!
- Tú tienes que estudir!
- Sí, abuelo.
Todo estaba preparado para salir alcampo. El zurrón lleno de tocino y hogaza, la calabaza con vino y la petaca con picadura.
Pero faltaba lo más importante: la sartén de gachas con torreznos que María, la mujer del Chino, preparaba como nadie..., una vez más, a la lumbre baja, pero esta vez no de sarmiento y paja, si no de sirle que luego aprovecharía para preparar las tortas gazpacheras.
Vuelta a montar en el macho romo, arropado, una vez más, con la manta morellana, camino de la viña, de la chopera... y sin escuela.
Eso era un día normal de mi abuelo y especial para mí.
Greco

Friday, January 26, 2007

EL INCENSARIO


El "Cojobolas" era más de cirial, siempre lo había sido; pero, aquella tarde, seguro que por incordiarme, se pidió el incensario, al que, desde que lo dejó el "Quemasayas", me pertenecía`por veteranía en la sacristía.
Era una ley no escrita que se llevaba a rajatabla y que nadie, hasta ese día, se había saltado a la torera.
Nunca supe lo que pasó por su cabeza para enfrentarse, de esa forma, a la santa cuadrilla. Lo cierto es que, contra su costumbre, esa tarde, él que siempre se presentaba con el cirial encendido, se presentó en el convento media hora antes de la novena, se cogió el incensario y no hubo quien se lo quitase.
Lo que más me fastidió es que el cura, quizá con la intención de provocar en ese descreído un afán de santidad, le dió la razón y el mando de la ceremonia para que pudiera chulearse delante de la Juli, hija del santero, por la que todos estábamos pirriados.
Lo cierto es que, esa tarde, me quitó el incensario. Pero no le iba a salir gratis,
"Chulín", zumbándole todavía el oído de la guantá que le arreó la Ramona, henchido de fervor popular que supongo expondría en Valencia para rubor de sus condiscípulos, llegó en el momento providencial, cargado de petardos. Era como una bomba humana. Ya le comenté al "Pirracas", único que fumaba, que no se acercase mucho, que podía explotar en cualquier momento.
Siempre, en el momento de revestirse, la sacristía se convertía en una jaula de locos. Los cambios de sotanas y roquetes era el momento ideal para cargar, mejor dicho, recargar el incensario que me había pirateado el Cojobolas.
Allí estaba, en el suelo, con las cadenetas desarboladas, cargado de incienso, esperando su gloria.
Ahí me ganó Chulín para siempre. No se lo pensó ni un segundo. Este chaval, quizá por sus aficiones falleras, no tardó ni un minuto en recargar el incensario de petardos, ante el regocijo impenetrable del resto de la cuadrilla.
Siempre se repetía la misma escena. Bajo los acordes del vetusto órgano que el hermano Ricardo aporreaba con ademán cansino, con el convento a rebosar de fieles más proclives a lucir sus vestimentas que su fe, aparecía el monaguillo con el incensario. Era el primero, por eso me gustaba a mí. Después, iba el párroco y, siguiéndole, como corte de sirvientes, el resto de los monaguillos, precedidos por los ciriales que, casi siempre, se apagaban.
El Cojobolas, más airoso que nunca, movía el incensario, intentando darle aire al incienso, sin saber lo que le esperaba.
Todos en el altar, fija la mirada en el incensario.
Jó, cuánto tarda en prender la pastilla que tenía que prender el fuego sacro...
Queridos hermanos:...!
La hecatombe! Pienso que Chulín se pasó. El humo nos privó de disfrutar del resultado de nuestra pequeña aventura. Cuando se disipó, allí no quedaba nadie.
Nunca vi un cura con la sotana tan negra y la cara tan blanca, la verdad, pero lo más curioso es que el Cojobolas había desaparecido, cuando nosotros, aunque con algunos tiznones, seguíamos allí.
Greco

Thursday, January 25, 2007

BIENVENIDOS TODOS


Pisando espartos por estos caminos de Dios, siempre vamos dejando esquirlas de piel.
El camino es sólo de ida y lo has ido gastando en tu andar, a veces, fatigoso, gratificante las menos.
Esquirlas que, mirando al ocaso de tu vida, apesar de eso, nunca te hicieron daño.
Habrá recodos en ese nuestro camino, en el que habremos dejado gratos recuerdos, otros, en cambio, en los que, seguramente, habremos sido dignos de desprecio.
De una forma o de otra, quiero dejar, en este blog, parte de esas vivencias que ya no tienen marcha atrás.
Quiero compartirlas con todos aquellos que me visitéis, en la seguridad de que no quiero elogios gratuítos y sí una crítica constructiva.
Gracias a todos por leerme.
Greco