Relatos de Esparto

Tuesday, January 30, 2007

ANTONIO EL SERRADOR



Nunca el cierzo había sido más cruel. Esa mañana, todo era gris, como el cieno. Las calles, más solitarias que nunca, sólo permitían el sonido de las cortinas de chapas, nunca más inútiles, sin moscas que espantar. Toda la noche me la pasé despierto, intentando retener el tiempo para que no amaneciese, total, para qué?
Allí estaba, solo, bajando la cuesta del aserradero, yendo a ninguna parte, porque ya, nunca más, volvería a oir el característico chirriar de las sierras y las poléas. Nunca más volvería a recoger el serrín para la escuela. Nunca más volvería a ver al hermano Antonio a quien la gente llamada "Marcao" por la enorme cicatriz que cruzaba su rostro, de lado a lado, fruto de un accidente, según decía, por un pedazo de sierra que le golpeó.
Fué ayer por la tarde. El tradicional toque de ánimas que, cada día, anunciaba el anochecer, frontera entre el bien y el mal, sonó de forma diferente. La campana tocaba a muerto.
En otra ocasión, el oir ese toque suponía que D. Anselmo, el cura, al día siguiente, repartiría con los monaguillos el flaco estipendio del Oficio de Difuntos, algo que siempre nos alegraba, porque, en algo, remendaba nuestros ya desbocados bolsillos. Pero hoy no tenía que haber amanecido, no. El hermano Antonio se había ido para siempre y, con él, marchó el mejor amigo de los chavales de la aldea. Nunca podría haber otro hermano Antonio.
Cuántas espadas, carros y demás aperos no saldrían de sus manos, siempre con el mismo destino, nosotros. Cómo alardeábamos con los tirachinas de tosca fábrica, pero que nos llevaban a sentirnos ufanos de los descalabramientos que producían en cabezas ajenas...
Hacía tiempo que el Sr. Antonio decía que no se sentía bien, pero nosotros lo achacábamos a su afán porque nos preocupásemos de él, pues vivía solo. Hubo un momento en que, cuando, al atardecer, íbamos a verlo, ya siempre estaba sentadoy, aún así, se fatigaba. Yo pensaba que, si los mineros se fatigaban porque habían tragado mucho carbón en su vida, no tenía nada de raro que le pasase lo mismo al hermano Antonio, de tanto tragar serrín y, cuando se lo decía, esbozaba una sonrisa que ya no era tal, si no una mueca con un rictus de tristeza.
Supongo que, como las velas, se fué apagando, día a día y nosotros no nos dábamos cuenta. Quizá, en su soledad, en esos días, como las velas, él tambien llorase lágrimas de cera que nadie pudo recoger..
Hacía tres días que nos había dicho D. Anselmo que no podíamos ir a ver al hermano Antonio porque se lo habían llevado a la capital, pero ayer, por la tarde, volvió a la aldea, a su serrería, para irse definitivamente.
No sé qué nos podrán dar por las cuatro perras gordas que nos dé D. Anselmo, pero algo pondremos en su tumba.
Qué largo se hace el tiempo esperando un entierro.... Mientras, el cierzo, más rebelde que nunca, quiere estar presente en la triste cita. Qué hoyo tan grande para tan pequeña caja! Ahí van nuestros tirachinas, hermano, es lo único que le podemos dejar como recuerdo.
Cuesta abajo, camino de la serrería, una, dos, tres, voy oyendo caer la tierra a paladas. Se me van acabando los charcos. Ya no oigo chirriar la sierra, sólo el sordo chapotear de mis alpargatas.
Greco

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